UNA PEQUEÑA (¿Y SÉPTICA?) HISTORIA DE LA ASEPSIA
Pasteur, Lister,
y el cine como relato histórico.
Alejandro Molina Carreño.
INTRODUCCIÓN
Desde la
—relativamente reciente— pretendida consideración del cine como herramienta de
historia, cuando no de narrativa directa de procesos históricos, un elevado
porcentaje de académicos —esto es: el grupo de personas que constituyen el
sector en el que, por norma general, delega la casta de menor consideración
dentro del mismo gremio, disciplina científica o intelectual— se ha mostrado
contrario a la misma, aduciendo lo que considero no dejan de ser apolilladas
consideraciones rayanas con materias propias de siglos predecesores, como
pueden ser: no ser un libro, falta de rigor, lo casquivano de las pretensiones inherentes
a cuanto proviene de la gran industria, la ausencia de tradición, su potencial
uso a modo de exégesis, o su irremediable naturaleza dramática, dado el medio
que se utiliza respecto al tema que trata (y que presumimos de contenido
histórico).
Afortunadamente,
han sido también muchos los autores que se han encargado de defender, mediante
una extensa bibliografía, la otra cara de la moneda: una visión sana y
constructiva de la relación cine-historia, un punto de vista favorable a través
del cual hacer posible la incursión del drama fílmico en las siempre agitadas
aguas del relato histórico.
Sea cual fuere
el enfoque que se le dé al debate, su punto de inflexión, en última instancia,
será siempre el mismo: la objetividad del relato, es decir, lo pulcro de la
descripción, la anatomía de su posicionamiento. Pero como bien sabemos, tampoco
la palabra está exenta de proyección, y como dice Rosenstone (el abanderado de
esta nueva disciplina o “historiofotia”, horroroso término acuñado por Hayden
White):
Después de todo, la historia se
escribe o se filma en el presente y la marca de lo contemporáneo está en todas
ellas, tanto en las cuestiones que planteamos sobre el pasado, como en las
respuestas que damos.
De esta
manera, tanto la imagen como la palabra son susceptibles de sufrir la infección
de la autoría o la contaminación del Zeitgeist.
Entonces, ¿no sería maravilloso
que existiese una herramienta capaz de aislar el relato por completo, haciendo
de este modo las delicias de Ranke? ¿Cabe la posibilidad de llevar la asepsia a
la historia? ¿Hay esperanza en que un relato fílmico sea capaz de ostentar tan
ansiado título?
El motivo por
el que he escogido la película “The Story
of Louis Pasteur”, dirigida por William Dieterle en 1935, no es otro que el
acercamiento que hace la misma a tan delicada cuestión como es el surgimiento
de la asepsia y los métodos antisépticos a raíz del trabajo de Pasteur, lo que
nos conduce a la siguiente cuestión: si llevamos a cabo la cirugía de un hecho
histórico mediante el cine, si investigamos las figuras de los padres de la cirugía
antiséptica a través de una película, ¿cuál es exactamente —en caso de haberlo—
el causante de la putrefacción de dicha narración, aquello que, según los
académicos, desacredita al cine de cara al abordaje de temas históricos? ¿Cómo
podríamos combatirlo?
Siguiendo,
pues, este paralelismo, así como el juego de palabras que propongo, pretendo
hacer un ejercicio de reflexión: enfrentarnos, como Pasteur y Lister, al
academicismo, a los posicionamientos contrarios a aceptar un nuevo modelo
narrativo para la Historia, y tratar de esbozar las pautas necesarias para
esterilizar cuanto sea posible tales narraciones, con el fin de que no mueran
tras una brutal y séptica intervención crítica.
MARCO HISTÓRICO
—Apuntes biográficos: la cirugía antes y después de Lister—.
Mankind looks grateful now on Thee
For what Thou didst in Surgery.
And Death must often go amiss,
By smelling
antiseptic Bliss[1].
Con estos
versos elogiaba el químico alemán Friedrich Stromeyer la figura de Joseph
Lister (1827-1912)[2], quien
supuso toda una revolución en el mundo de la cirugía, pues, en palabras de
Frederick Treves (también cirujano, conocido por su relación con El hombre elefante):
Él [Lister] deshizo la impenetrable nube que había
permanecido durante siglos entre los grandes principios y una práctica exitosa;
hizo posible un tratamiento que hasta ahora no había sido sino la visión de un
soñador […] Con él llegó la promesa de un futuro; sin él estaba la
desesperación de un pasado impotente.
Hay quien
habla incluso de un antes de Cristo y después de Cristo en cirugía en clara
referencia al periodo pre-asepsia y post-asepsia en lo que a cirugía se refiere
(no estaría de más sustituir entonces Cristo por Lister en tan exaltada
clasificación). Y es que las operaciones y las fases postoperatorias antes de la
entrada de las medidas antisépticas por parte de Joseph Lister suponían un
elevadísimo riesgo de muerte, dadas las condiciones en las que se llevaban a
cabo. En palabras de James Y. Simpson (descubridor del cloroformo):
“un hombre yaciendo en la mesa de operaciones de uno de nuestros
hospitales quirúrgicos se encuentra más expuesto al peligro de muerte que un
soldado inglés en el campo de batalla de Waterloo”.
Antes de la
aparición de Lister, las operaciones quirúrgicas constituían la auténtica
antesala de terribles infecciones debido a la falta de asepsia, y la gran
mayoría de las mismas conducían a idéntico fin: la muerte del paciente. Las
infecciones que tenían lugar en los hospitales eran conocidas como: gangrena,
septicemia, piemia, erisipela… Su causa, sin embargo, era desconocida (y
tergiversada en la concepción de su génesis), por lo que el combate frente a
las mismas era, si se me permite, estéril.
En 1850 el
porcentaje de defunción después de una amputación se encontraba entre el 25 y
el 60% (cifra máxima que alcanzaba París), y en la práctica militar el
porcentaje podía ascender al 90%. Los hospitales eran, a pesar de la naturaleza
de su construcción y la labor en ellos desempeñada, los más peligrosos lugares
en caso de tratamiento de heridas y amputaciones. El mismo Simpson añadía que
el cirujano «usaba
una chaqueta especial para operar o incluso se ponía un delantal, pero estas
prendas estaban con frecuencia rígidas por la sangre cuajada y el pus. Los
cirujanos, algunas veces, se lavaban las manos y limpiaban los instrumentos;
pero más a menudo después que antes de operar».
El caso de Glasgow,
donde trabajaría Lister, es significativo, pues sufrió más que la mayoría de las
ciudades del XIX, dado su rápido desarrollo industrial: en 1860 contaba con una
población de 390.000 personas, sus calles eran estrechas y sus casas,
insalubres. La falta de medidas higiénicas adecuadas —soterradas por la
impaciente y ávida sed de crecimiento económico por parte de las clases
burguesas—, hacían que la ciudad creciera en condiciones perniciosos e insanas,
sin un adecuado plan urbano, hasta el punto de que el propio hospital estuviera
amenazado por la insalubridad de las condiciones y su proximidad a un
cementerio donde un buen número de cadáveres se separaban de la superficie por
apenas unos centímetros.
Pero todo esto
cambiaría merced a los trabajos de Pasteur y a la labor de Lister, desarrollada
a raíz de los avances del primero.
Joseph Lister
nació en Upton (Essex) el 5 de abril de 1827. Es considerado hoy el padre de la
antisepsia moderna tras llevar a cabo radicales transformaciones en el modo en
el que se realizaban las operaciones.
Lister estudió
medicina en Londres, a la edad de 26 años fue admitido en el Royal College of
Surgeons of England, y en 1854 se formó como cirujano en Edimburgo. Aquí, James Syme, el más
brillante cirujano que entonces vivía en las islas británicas (sus méritos como profesor iban
de la mano de su extraordinaria habilidad
como operador) admitió a Lister como alumno, lo que sin duda supuso una importante
influencia en su carrera. Finalmente, en 1860 Lister marchó
a Glasgow, lugar en el que desarrollaría su labor más conocida: el triunfo sobre
la infección de las heridas[3].
Thomas
Anderson, profesor de química en Glasgow, había sugerido a Lister que estudiara
los trabajos de Pasteur sobre la etiología de la fermentación. El gran eureka
de Lister surgió cuando se enfrentó a dichos trabajos e identificó el proceso
estudiado como el mismo que estaba causando infección y gangrena en los
hospitales. Así, consciente del trabajo previo de Pasteur sobre la relación
entre las bacterias y la putrefacción, Lister desarrolló la hipótesis de que
las infecciones postoperatorias eran debidas a la acción de los gérmenes. Estaba
convencido de que el problema se podría solucionar si se protegían las heridas
con la aplicación de una sustancia que matara a los microbios, sentando a
partir de ello las bases de su método antiséptico mediante el uso del ácido carbólico
(fenol) y el bicloruro de mercurio para el lavado de heridas, manos y material
quirúrgico, amén de pulverizar el aire con dichas sustancias. A él le debemos,
por ejemplo, esa conocida imagen del cirujano con los brazos elevados en ángulo
recto de camino a la mesa de operaciones. Esto ocasionó un increíble descenso
en la mortalidad postoperatoria sin precedentes en la historia.
Tuvo para ello
que enfrentarse a importantes retos de investigación como, por ejemplo, dar con
una forma del ácido carbólico no irritable y soluble en aceite, con la fuerza antiséptica
que él deseaba para poder comprobar el proceso de sepsis o putrefacción dentro
de la herida. Sus trabajos eran revisados con lupa por sus rivales, que hablaban
despectivamente del "tratamiento carbólico" y demás procedimientos, como
si trataran con un charlatán, un mero vendedor de apotropaicos parches, hasta
que al fin llevó a cabo su primera operación con éxito —siguiendo sus métodos— en
la intervención de un niño de 11 años, el 12 de agosto de 1865: James Greenlees. Dos años más tarde, el listerismo estaba verificado,
y la guerra franco-prusiana puso de manifiesto su éxito cuando el bando alemán,
que había adoptado su metodología, hizo desaparecer la gangrena de sus
hospitales. Más adelante, en 1877, fue nombrado profesor del King´s College,
con lo que pudo expandir la teoría de gérmenes a todos aquellos doctores que
aún dudaban o desacreditaban dicha teoría.
De este modo,
venciendo al escepticismo poco a poco, las cuidadosas y próvidamente ejecutadas
operaciones permitidas por la antisepsia y la anestesia reemplazaron el viejo
énfasis en la destreza veloz y deslumbrante: ya no era necesario amputar en 30
segundos, como Liston, sino que podía intervenirse con meticulosidad y calma, pues
los operados continuaban viviendo. A partir de entonces, lo que comenzó
conociéndose como listerismo (un conjunto de métodos o curas) ha venido a
formar todo un sistema científico que conocemos como cirugía antiséptica.
Todo esto fue
posible, como dijimos anteriormente, no sólo al genio de Lister, sino al
trabajo anterior de Pasteur. En una carta, el cirujano inglés agradecía su
labor al químico francés de la siguiente manera:
“Permitidme
daros cordialmente las gracias por haberme mostrado la verdad de la teoría de
la putrefacción microbiana con sus brillantes investigaciones y por haberme
proporcionado el sencillo principio que ha convertido en un éxito el sistema
antiséptico. Si viniese a Edimburgo, no dudo que para usted sería una auténtica
recompensa el ver cómo en nuestro Hospital la Humanidad se beneficia en gran
medida de sus trabajos”.
El
reconocimiento fue mutuo entre ambos, y en 1881 fue Pasteur quien alabó en
público a Lister, en el Congreso Médico Internacional de Londres.
LA PELÍCULA
—Ficha
técnica, sinopsis y consideraciones biográficas—.
Título original:
The Story of Louis Pasteur.
Año: 1935.
Duración: 87 min.
País: Estados Unidos.
Director: William Dieterle.
Guión: Sheridan Gibney, Pierre Collings.
Música: Bernhard Kaun, Heinz
Roemheld.
Fotografía: Tony Gaudio (B&W).
Reparto: Paul Muni, Josephine
Hutchinson, Anita Louise, Donald Woods, Fritz Leiber, Henry O'Neill, Porter
Hall, Raymond Brown, Akim Tamiroff, Halliwell Hobbes, Frank Reicher, Walter
Kingsford.
Productora: Warner Bros. Pictures.
Premios: 3 Oscar (1936), Mejor
actor (Paul Muni), Argumento y Guión. Venecia (1936): Mejor actor (Paul Muni).
Sinopsis: En la Francia del siglo
XIX, el químico Louis Pasteur (1822-1895), interpretado por Paul Muni, cree que
las enfermedades son causadas por microbios invisibles, teoría que le vale del
desprecio de la mayoría de los médicos de la época, en especial de su mayor
crítico: el Dr. Charbonnet (Fritz Leiber, Sr.). Pasteur llevará a cabo sus
investigaciones con la ayuda de un pequeño grupo de fieles colaboradores, junto
a quienes se enfrentará a los retrógrados académicos, logrando no sólo
encontrar una cura para el ántrax y una vacuna contra la rabia, sino instaurar la
teoría microbiana e inaugurar un nuevo periodo en la historia de la cirugía.
La película se
estructura en tres claras partes, marcadas por acontecimientos relacionados con
los estudios de Pasteur (Paul Muni) en el campo de la bacteriología y las
enfermedades infecciosas: teoría microbiana de la enfermedad, estudios sobre el
ántrax, e investigaciones sobre la rabia, si bien la controversia en torno a la
microbiología es el elemento vertebrador de la trama.
De Pasteur,
como dato biográfico complementario a lo que la propia película aporta, debemos
saber que estudió la fermentación láctica (descubrimiento de la bacteria que la
produce), la fermentación butírica (carácter anaerobio de sus agentes) y la
fermentación alcohólica, inventando la pasteurización. Se ocupó igualmente de
diversas enfermedades tanto en animales como en personas, encontrando remedios
para las mismas: la “pelvine” del gusano de seda, el carbunco (ántrax) en el
ganado vacuno, el cólera aviar, la erisipela del cerdo, la peripneumonía de los
bóvidos, la septicemia puerperal, el furúnculo, la osteomielitis y la rabia.
Además del
personaje que da título a la misma, nos encontramos durante el metraje con Joseph
Lister, de quien hemos hablado en el apartado anterior, encarnado por el actor
Hallowell Hobbes. Las escenas que lo incluyen como personaje son esporádicas y
puramente representativas, pero también las únicas (que yo conozca) en la gran
pantalla. Son las siguientes:
1.
Durante el experimento de Pouilly-le-fort, donde
aparece como un admirador de Pasteur, a quien ansiaba conocer.
2.
Como autor de una carta enviada a Pasteur donde
se le comunica que en los hospitales de Praga y otros lugares, la aplicación de
métodos antisépticos, basados en las investigaciones del químico francés, dan
resultado.
3.
Al final de la película, elogiando públicamente,
en una conferencia, a Pasteur, gracias al cual “no se teme ya a la cirugía o al parto”.
Desfilan así
mismo a lo largo del film otras personalidades como Émile Roux (interpretado
por Henry O'Neill), colaborador de Louis Pasteur y descubridor del suero anti
difteria; Napoleón III (Walter Kingsford), Louis Adolphe Thiers, (Herbert
Corthell), o el niño Joseph Meister (Dickie Moore), la primera persona en la
historia vacunada con éxito contra la rabia.
Su director,
William Dieterle (Wilhelm Dieterle, 1893-1972), alemán
nacionalizado estadounidense en 1937, comenzó como actor el mundo del cine,
apareciendo en títulos tan emblemáticos como Fausto, de Murnau. Se trasladó a Estados Unidos en los años 30,
donde demostraría su maestría narrativa, de virtuosa capacidad atmosférica
mediante los juegos de luces y sombras, durante una prolífica etapa que abarca
el final de la década de los 30 y los años 40, etapa en la que sus películas
consiguieron numerosas nominaciones a los Oscar de la Academia. Destacó en el
género biográfico con títulos como el que tenemos entre manos, amén de “La Vida
De Emile Zola” (1938), que consiguió el Oscar a la mejor película, “Juárez”
(1939), biografía del político mexicano (ambas con Muni en el papel
protagonista), o la vida del poeta persa “Omar Khayyam” (1957).
ASEPSIA E HISTORIA
—The Story of
Louis Pasterur—.
Ahora bien,
¿cómo trata esta película el hecho central de la reflexión: el surgimiento de
los métodos antisépticos en la historia de la medicina? Mediante cuatro sencillos
apuntes (todos ellos ligados por la insistencia desoída de Pasteur en la
existencia de microorganismos):
1.
El inicio: el médico, en tanto que portador de
gérmenes, es también un asesino.
2.
El vaticinio de Pasteur a Napoleón III acerca de
la muerte de una pariente por contagio de su médico.
3.
La magnífica escena del parto de la hija de
Pasteur, donde obliga al médico asistente a seguir sus reglas: lavarse las
manos, no tocar nada que no sea el paciente y esterilizar los aparatos.
4.
La carta de Lister, en la que pone en
conocimiento a Pasteur de la aplicación de métodos antisépticos basados en su
teoría microbiana, y el éxito de los mismos.
¿Queda pues,
Lister, digamos que relegado? ¿Hay alguna tergiversación al respecto?
Partiendo del
hecho de que en esta biografía podrían haber obviado la figura de Lister, creo
que es lícito concluir que la película, de cara al espectador, sienta con
bastante claridad el problema de la época y deja entrever la consiguiente
revolución que Lister y todo aquel que siga su ejemplo y haga caso a las nuevas
teorías, han comenzado. No hay pues, contaminación de ninguna clase, y sí un
manifiesto posicionamiento a favor de abrir las mentes (que no desatar las
lenguas, como apuntaba Ernst Gombrich de cara a sus intenciones con su Historia del Arte).
A menudo, el
anuncio de una película arrastra consigo un pequeño y discreto subtítulo que
reza: only in theater, lo que
inevitablemente me transporta a uno de esos teatros de época victoriana (y
anteriores) en los que tenían lugar las intervenciones quirúrgicas y las
lecciones de anatomía y medicina en general.
Así pues, llegados a este punto no somos más que un selecto grupo de
espectadores pendientes de una demostración de cirugía aséptica.
Y es que hay
dos maneras de abordar una película: la forma en que lo hacen los académicos, y
la manera en la que lo hacemos los demás.
Para los
primeros no hay remedio posible: se suceden las incongruencias, se arañan las
más mínimas pesquisas y se traen a colación ingentes cantidades de
consideraciones formales (por norma general pertenecientes a una escuela o
generación, que es lo mismo que decir partido).
La película ha sido diseccionada, le hemos amputado cuanto hemos creído
necesario y ahora sólo cabe esperar que la gangrena haga el resto y la película
muera, que sería lo mejor que podría ocurrirle, dada la mutilación a la que ha
sido sometida: el personaje de Martel no existía, no se habla de la
estereoisomería del ácido tartárico, de la refutación de la teoría de la
generación espontánea, de la fermentación de la cerveza, la anaerobiosis o la
erradicación de la pebrina, y para colmo: ¡el ataque de apoplejía lo sufrió
cuando investigaba la pebrina, y no durante el desarrollo de la vacuna contra
la rabia!
Hay, no
obstante, un segundo modo de aproximarnos a esta película: provistos de
antisépticos, que no serán otra cosa que las lentes adecuadas con las que no
contaminar la intervención, es decir, el análisis. Estas lentes no son otras
que las que nos permiten prescindir de lo que podemos tildar de nimiedades
(como las expuestas en el párrafo inmediatamente anterior) para centrarnos en
los elementos vertebradores de un discurso cuyas reglas, al fin y al cabo,
difieren de aquellas que articulan el tradicional libro de Historia.
Pongamos por
ejemplo el inicio de la película: París, 1860, un hombre asesina de un disparo
a un médico (que previamente ha guardado en su maletín, como si nada, un
instrumento quirúrgico que se le había caído al suelo). Tal y como aclarará la
escena siguiente, el asesino lo consideraba responsable de la muerte de su
mujer por no haber seguido las normas que Louis Pasteur, en una carta dirigida
a los médicos, recomendaba contemplar de manera previa a toda intervención
quirúrgica: lavado de manos y desinfección del instrumental.
¿Por qué
comienza, y debe comenzar así la película? ¿Por qué no debemos prescindir de lo
que muchos academicistas de la Historia podrían tachar de irrelevante, de no
ser que, en lugar de licencia ficticia, recrease —y con rigor— un asesinato real? ¿Cómo es posible que lo que
pretende Contar la Historia necesite de un aderezo ajeno a lo que la fuente
escrita aporta?
Lejos de
considerar el contenido dramático un estorbo para el correcto análisis del
hecho histórico, estamos obligados a aceptarlo como precepto indeleble e
imprescindible de cara a dicho análisis, tal y como aceptamos las exigencias a
las que la palabra escrita nos somete. De este modo, la película, a modo de
prólogo, contextualiza tanto una época como una de sus muchas frustraciones,
además de abrir la puerta a lo que será el resto del metraje. El espectador ya
se ha sentado en su asiento, ha aceptado participar en este pequeño viaje, y
por tanto, está dispuesto a entrar en ese mundo que se desplegará ante sus ojos
durante hora y media.
No es que los
libros deban seguir esta premisa, sino que, igual que de un tratado sobre
obstetricia o de una tesis sobre la longitud de las —supuestas— barbas de
Moisés no esperamos un comienzo vertiginoso bañado en un suspense propio de Poe,
no podemos esperar que para que una película que aborda un tema histórico sea
válida, deba contar con un metraje exageradamente extenso en el que lo más
emocionante de la misma sea su semejanza con una —soporífera o no— clase
magistral de universidad
Huelga decir
que no todo es justificable en una película. Louis Gottschalk, de la
Universidad de Chicago, escribió una carta en 1935 al presidente de la
Metro-Goldwyn-Ma-yer, en la que decía que “ningún film histórico debería ser
exhibido sin que un historiador de valía haya tenido la oportunidad de revisarlo
antes” [4]. Nótese la expresión “de valía”. Por
supuesto que es necesario que, no ya un historiador, sino un experto en la
materia, de la naturaleza que sea, supervise el trabajo del guionista si la
película pretende ser fiel al pasado; a lo que yo insto es a que si Pasteur
apareciese montando en scooter, o Lister criticase la labor de Pasteur,
deberíamos ser capaces de analizar en primer lugar la intención de tales imágenes
antes de denostarlas. El peligro es claro: podemos contagiarnos de una idea
errónea, tergiversada, y salir infectados
de la sala de cine, pero esto no es algo de lo que no adolezca un libro, y
es nuestro deber prepararnos para combatir tal riesgo. Sin embargo, la
posibilidad de, como es el caso, aprender acerca de una época de la historia a
través del potencial de las imágenes, también existe, y creo más conveniente
—si no más inteligente— empeñarnos en ser capaces de aguzar la mirada en lugar
de desatar las lenguas, de modo que podamos extraer, como hacemos de las más
diversas fuentes, el pedazo de interés y elocuencia que encierra, pues como
dijo Plinio el Viejo: no hay libro tan malo que no tenga algo bueno.
CONCLUSIÓN: EL JURAMENTO DE CLÍO
Suponiendo
que, como historiadores, de la mano de nuestra licenciatura corriera la jura de
un deber similar al que se comprometen los médicos con el hipocrático, una de
las obligaciones más relevantes, acaso su razón de ser, sería sin duda la
pretensión de objetividad, que no es otra cosa que el intento de lograr una
pulcra rigurosidad en el relato con miras a evitar toda contaminación
partidista, ideológica o susceptible de enturbiar, como si de un cuadro cubista
se tratase, la capacidad de contemplar el hecho histórico desde ambos lados y
desde fuera a un mismo tiempo, esto es: sin posicionarse en ninguno de ellos.
Demostrada la
imposibilidad de dicha pretensión —semejante a la de tratar de pensar sin
utilizar palabras—, los historiadores nos hemos conformado con pulir la técnica
y confiar, siquiera de manera utópica, en las rectas intenciones del firmante,
si bien, al igual que Pasteur, observamos toda fuente y todo trabajo histórico
a través del microscopio fabricado por nuestra disciplina, en busca del microbio
capaz de corromper la narración. Sin embargo, a pesar de convertirnos en
expertos identificadores de los más frecuentes virus, de las más terribles
bacterias, continuamos siendo el paciente cero de la crítica compulsiva a
cuanto no recrea las usuales estructuras del saber.
Si la Historia es todo, pues todo sucede, es decir, pasa a formar parte de
sus dominios (el pasado), ¿acaso no es testimonio del mismo? ¿No es una fuente,
a la par que testigo, relato histórico? ¿No podría, pues, una película constituir,
más allá de una fuente histórica —por el mero hecho de haber sido ya realizada,
de ser manifestación de aquello que no es este
preciso instante—, un elemento conductor del relato, una alternativa a la
por costumbre tediosa y prolija narración con ínfulas de asepsia?
Las fuentes,
en efecto, hay que saber leerlas, descifrarlas, y a menudo es ahí donde se
queda el historiador, pues parece considerar que aprender a leer es harto más
necesaria que aprender a escribir, lenguaje que, sin embargo, valora por encima
de cualquier otro a la hora de legar a la posteridad la narración de cuanto el
resto de manifestaciones humanas y culturales narran acerca de la historia de
la humanidad. ¿Sucede acaso, como dice Rosenstone, que «creen
los historiadores que el pasado les pertenece», donde sin duda
está implícito su desdén por formas alternativas de narración, como sería, para
este caso, el cine?
La naturaleza
de una película no es la del documental o la tesis, de modo que se permite
licencias que corresponden a su lenguaje, y que debemos saber contemplar. Como
decía Plutarco, acerca de los fantásticos acontecimientos que rodeaban la vida
de Rómulo:
Estas cosas y otras del mismo estilo es probable que por su novedad y
curiosidad más bien sean gratas a los que las leyeren que desbridas y molestas
por lo que tienen de fabulosas.
The Story of Louis Pasteur es un
discurso histórico de lo más atractivo y útil, de los más asépticos que puede
uno encontrarse, con los elementos dramáticos justos —y acertados— para atrapar
al espectador y predisponerlo para sobre cuestiones como la que nos traemos
entre manos, que quizá, a priori, no son del interés o no parecen demasiado
accesibles a personas ajenas a estas cuestiones, lo cual es un acicate para
continuar ampliando información al respecto.
Parafraseando
al protagonista de la historia: no nos dejemos contaminar por un escepticismo
estéril. Siendo la única película que conozco que haga referencia a tan
particular hecho como es el surgimiento de las medidas antisépticas, no puedo
más que quitarme el sombrero ante la forma en la que se cuenta, y animar a que
ejemplos como el suyo proliferen, en lugar de titubear o temer al académico de
turno.
[1] “La humanidad se ve agradecido ahora en ti/ Por lo que hiciste en
Cirugía. / Y la muerte a menudo tiene que faltar, / Al oler la antiséptica Bienaventuranza”. Traducción
del autor.
[2] Me centraré más, respecto
a los apuntes biográficos, en la figura de Lister, pues la película gira en
torno a la figura de Pasteur, de quien hablaremos más adelante.
[3]
Durante 1866 y 1867 sus cartas reflejan la aplicación del nuevo principio
aséptico, primero en casos de fractura y luego en abscesos, y cómo observaba de
cerca y meticulosamente el progreso de sus pacientes; en julio de 1867, cuando
tenía sólo cuarenta años, sintió que su deber era comunicar lo que había
aprendido, poniendo así su experiencia a disposición de sus compañeros de
trabajo, y escribió a la revista The
Lancet la descripción en detalle once casos de fractura bajo su cuidado.
[4]
Pablo
Marín, Fragmento del prólogo del libro Cine y visualidad: Historización de la
imagen contemporánea. Ed. Universidad Finis Terrae.
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